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Bi Gan, uno de los cineastas más singulares surgidos del cine chino en la última década, debuta en la competición oficial del Festival de Cannes con 'Resurrection', su tercera película. Con 'Kaili Blues' (2015) y 'Largo viaje hacia la noche' (2018), Bi demostró una forma única de narrar: el tiempo como estructura líquida, los sueños como vehículos de sentido, y el cine como experiencia física. Ahora, con 'Resurrection', afianza su lugar como autor total: alguien que no cuenta historias, sino que las encarna a través de la forma misma.


A diferencia de muchos filmes en competición, 'Resurrection' no se ajusta a las reglas del drama, del relato clásico ni del discurso político. Su narrativa -fragmentada, lírica y simbólica- nos sitúa en un futuro incierto, en el que soñar se ha convertido en una rareza. En ese mundo, un personaje solitario (interpretado por Jackson Yee, magnético y contenido) atraviesa tiempos y espacios oníricos que le permiten revivir -o quizá imaginar- fragmentos de otras vidas, y con ello, de la condición humana. 


En lo artístico, 'Resurrection' es deslumbrante. La fotografía de Dong Jingsong ofrece composiciones de una belleza hipnótica, jugando con luces naturales, contrastes expresionistas y una paleta que vira del gris industrial al rojo ceremonial sin aviso. Los planos secuencia son otra de sus señas: no como demostración técnica, sino como modo de inmersión total. La cámara flota, gira, se retuerce, se detiene, y retoma su camino con una lógica que parece responder al fluir del pensamiento, no al de los hechos. El sonido -paisajes sonoros meticulosamente diseñados, a veces incluso amenazantes- funciona como guía emocional, envolviendo al espectador en una atmósfera densa, casi táctil.



La cadencia es la habitual en su cine: Bi no se precipita ni se demora. Su narrativa avanza con una extraña claridad interna, como quien se sabe dueño del tiempo. Cada escena se conecta con la anterior por la vía sensorial, no argumental. No hay prisa, pero tampoco deriva: el espectador es conducido con suavidad, con precisión. Esa cualidad es la que permite que 'Resurrection' sea, al mismo tiempo, una experiencia profundamente emocionante -por su capacidad para evocar la pérdida, el deseo, la nostalgia- y una celebración formal del cine como arte y como artificio.


Hay también, bajo su sofisticación, una melancolía por los soñadores, por los cuerpos que desaparecen en el tiempo, por las historias que sólo pueden existir mientras alguien las sueñe o las filme. 'Resurrection' no habla sólo del cine; es cine en su estado más esencial, como herramienta para mirar el pasado y proyectar un futuro. Mientras el resto de películas en competición se miden entre ellas, buscando encontrar su lugar en un año diverso y estimulante, 'Resurrection' parece competir consigo misma. Es una película en otra liga, otra lógica. Una obra que no sólo merece estar en Cannes, sino que justifica -y redefine- la razón de ser de un festival como este.

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